A ciencia cierta no podría decir si era un snobismo montar bicicleta en aquellos tiempos, pero a diferencia de los que sí lo eran, éste colmaba el espirítu y cualquier tipo de razón, debilitaba la fortaleza física de una manera inigualable y a la vez benévola que volvíamos siempre a practicarlo. A veces en la hermosura del chubasco, otras en la impaciente y tenaz sofocación del gran astro; importaba poco o nada si era de día o de noche.
Eramos corsarios de agua dulce en nuestros propios sueños. Salíamos con inmensa ansiedad de calmar la sed de pedalear un tramo rutilante de nuestro incoado destino; los aros giraban hacia lugares que nuestra propia imaginación trazaba y guardaba para cada uno.
Pedaleábamos quizás para alcanzar algún punto de luz en nuestra supuesta oscuridad y dejar atrás la gracia de la candides, en el bullicioso espacio de duendes y luciérnagas, de risas y silbidos, de riñas y abrazos.
Se vislumbraba una cofradía de mojigatos henchidos por conocer y dar un paso más allá del límite del pudor infantil, buscando respuesta a lúbricos pensamientos y desenfadados razonamientos.
Muchos de nosotros no contábamos con una bicicleta propia, volviéndose el deseo de montar en asfixiante malestar, que culminaba con un par de vueltas que duraban realmente toda una tarde e incluso parte de la noche cuando salíamos de día.
Eramos fantasmas montados en bípedos rumiantes que no respetaban las horas ni las inclemencias del tiempo. Ambulábamos mareados como el reflejo de la luna en el inquietante amazonas, sin alcohol en nuestra sangre con rumbo a la autopista que va al aeropuerto.
Cuatro paraderos antes de la instalación aérea, el desvío a la derecha era un sincronizado musical de hormonas al sarten. Placer, comida y descanso opíparamente disfrutados. Final de la jornada.
Otro ardiente día de enero despertaba nuestros pequeños cuerpos imberbes ante la encontrada vacuidad de la inocencia dejada horas atrás, que nos preguntaba de forma individual cuál sería el itinerario de nuestra colectiva existencia en las próximas horas.
El destino era Nanay. Un punto frecuente en nuestras andanzas, situada al final de la avenida La Marina, alfombra negra que hervía de día y que provocaba acostarse sobre ella por las noches.
Nanay, también tomaba el nombre del río que bordeaba este pequeño poblado. Afluente del misterioso y gran río Amazonas, era la frescura de nuestros cuerpecitos despúes de una agotadora marcha girante.
Madereras, acerraderos, depósitos, entre otros comercios, y el majestuoso e incandecente verdor de plantas y árboles atiborrados muchos de ellos con flores de diversos colores, volvían nuestros inquietos ojos hacia la beldad e inmutable tranquilidad de la selva peruana.
Las fuerzas pérdidas minutos atrás, en una especie de proceso de reciclaje se incorporaban a nosotros. El río, las canoas, era tiempo de pescar.
Las exiguas monedas dejaban nuestros bolsillos para ir a parar a los bolsos de personas que alquilaban sus canoas cada vez que alguien las requería.
Luego nos enrumbábamos por zigzagueantes riachuelos que en su tramo final se abrazaban con el nanay. Eran angostos, aproximadamente de cuatro a cinco metros y poco más de dos metros de profundidad. La mayoría de nosotros dejaba las bicicletas atadas entre sí a un árbol de base gruesa, algunos en cambio preferían reducir espacio en la canoa generando un leve malestar, vólatil y trivial que dejaba de ser tal entre las bromas, comentarios y el jolgorio generalizado.
La exhuberante vegetación, sobre todo del camu-camu que sobresalía al resto de árboles y plantas, proyectaba su sombra en el pigmeo espacio rivereño y en las inestables y muchas veces salvadoras embarcaciones de madera; el sol ligeramente calentaba las ya doradas y efebas corazas de hombrecitos, príncipes navegantes sin reinos ni problemas, desprovistos de preocupaciones ajenas a sus vastas y ciclopeas conquistas, con fuerzas dignas de espirítus traviesos, buscadores de emociones saqueadas en el futuro cercano pero inermes en el recuerdo.
Eramos como el viento; corríamos por el asfalto, acariciábamos las frescas aguas, hacíamos locuras en remolinos de polvo. Más bien, erámos con el viento un solo elemento.
No buscábamos pescar para mitigar o saciar nuestro hambre, pescábamos lo último del bagaje inocente de la infancia antes que sea completamente ocupada por placeres de hombres pilosos y desprendidos del tiempo necesario para volver pasos atrás, pues lamentablemente la naturaleza del hombre tiende por lo general a un estado nuevo de cosas no vividas.
Realmente, tirábamos del cordel anclando los minutos finales en el refugio del mundo que nos albergó muchos años de ópima belleza retratada en los recuerdos escritos y repujados de la agenda imborrable e infinita del corazón.